LAS CENIZAS DE SZENDY
Del cine apocalíptico al apocalipsis-cine
Hacer cine es escribir sobre un papel que arde.
Pier Paolo Pasolini
Leí dos veces seguidas Apocalipsis-cine, 2012 y otros fines del mundo (Santiago, Chile: Pólvora editorial, 2025, 165 pp.). La primera fue de la manera convencional, esa a la que nos tienen acostumbradas los libros occidentales, es decir, secuencialmente, de izquierda a derecha. Como es para mí costumbre, fui subrayando lo que me parecía nuclear para reconstruir el hilo del ensayo (serpenteante, como el de todo ensayo), y, también, lo que me generaba algún grado de conmoción; cada tanto divagaba, haciendo ingresar de contrabando mis propias obsesiones; y muchas veces fui recordando películas o escenas distintas que podían añadirse al repertorio ofrecido por Szendy. La segunda vez lo hice a la inversa, es decir, de derecha a izquierda, de la última a la primera página, o, más precisamente, de fin a principio. Como es también costumbre en mí, a medida que lo hacía fui traspasando todos los fragmentos que subrayé y las notas que apunté al procesador de textos, y solo ahí pude dar con el corazón del corazón del libro. Lo que es formalmente consistente con el hecho de que la pregunta a partir de la cual se despliega es la posibilidad de pensar una imagen despuéspero más acá del fin y, por tanto, liberada de toda hipoteca teológica. Dicho de otro modo, este libro se juega en el modo en el que se le pone fin, en este caso, bajo el título “posfacio” (y no “epílogo”, que es el término que, a mi entender, es más usado en español), esto es, aquel “texto que se añade a una obra después de terminada” (José Martínez de Sousa).
Es en el posfacio, entonces, donde Szendy acentúa lo que iba revelando con el suceder de las páginas tal como nos recuerda que hace el apocalipsis (“no olvidemos que apokalupsis significa en griego revelación, desvelamiento, descubrimiento”, 95). Lo que quiere decir que, solo después de terminado el cuerpo del texto -luego de sentir ese vacío indescriptible que produce el acto de pasar la vista sobre el temido punto final, en el que se siente como si nos arrebataran, con un golpe seco y silencioso, la propia vida que nos íbamos contando mientras leíamos-, se devela el motivo del libro (se le “quita el velo”): presentar una alternativa filosófica a la del materialismo especulativo en relación con la pregunta por el fin del mundo, tan extendida en el campo del pensamiento tras la Segunda Guerra Mundial, y tan amplificada en nuestros tiempos por la erosión y polución humana sostenida, y la proliferación de la IA en todos los ámbitos de la existencia. Cuestión que ha sido recientemente reforzada por el hecho de que el Premio Nobel de literatura 2025 haya sido otorgado hace apenas unos días a László Krasznahorkai por una “obra cautivadora y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”, dictamina la institución sueca.
Alternativa filosófica que Szendy muestra reponiendo el inadvertido gesto de Deleuze cuando, en el último curso que dicta sobre cine, declara que la pregunta que más le preocupa, más lo aqueja, más le interesa es qué es la filosofía, proponiendo acercarse junto a su estudiantado a ella en “el nivel de un encuentro cine-filosofía” (Cine IV. Las imágenes del pensamiento, 14). Así, bajo la premisa de que todo ejercicio filosófico presupone una imagen del pensamiento –“un espacio-tiempo en el cual resuenan gritos”, dice-, Deleuze interroga la forma que adopta aquel encuentro entre imagen del pensamiento e imagen cinematográfica (19). Szendy replica dicha disposición metodológica: acude al cine como si fuese el campo en el que es posible seguir pensando después de acaecido el fin, otorgándole el estatuto de única superviviente a una imagen cinematográfica devenida ceniza.
Para llegar a lo anterior, empero, el autor ha de trazar un recorrido circular por pliegues, cuyo inicio y término está marcado por su lectura de las escenas finales del filme Melancolía (2011, Lars Von Trier), alzándolo como el paradigma del cine apocalíptico: no solo porque la imagen del fin del mundo de la trama se identifica con el fin de la propia película, sino porque a esa imagen le sigue un total fundido a negro acompañado de un silencio ensordecedor que sería para Szendy “la ultísima imagen, es decir, la última de todas, de todas las imágenes pasadas, presentes o por venir” (12). La frase que, sin embargo, se presenta como la clave estructurante de todo el libro es la última antes del posfacio que, de nuevo, se la dedica al filme de Von Trier. Dice: “entonces llega la claridad deslumbrante. Y luego, la noche universal” (148). Este par, “claridad deslumbrante” y “noche universal”, es el que justamente sella la ordenación del libro en dos momentos.
Claridad deslumbrante: apocalipsis-cine
El primer momento del libro -que, digamos, es el grueso en términos cuantitativos-, está compuesto, a su vez, por doce subpartes (y un interludio), cada una de ellas dedicada principalmente a un filme que participaría de lo que se reúne convencionalmente bajo los géneros cine apocalíptico y cine postapocalíptico. Aludía antes a que el recorrido trazado es por pliegues, pues se detiene en la modalidad en la que cada filme elegido expone esa claridad deslumbrante dando lugar a la producción coral de aquel “fulgurante destello blanco” (95) que identifica con el apocalipsis. Contra todo lugar común, entonces, nos muestra que la imagen del apocalipsis es blanca, pues, a diferencia de la oscuridad total, la luz absoluta del sol “te envuelve, se convierte en ti” hasta que termina por destruir y consumir toda mirada (93 y 95). Por ello repara en que, en Melancolía, antes de que la pantalla “se quede en un negro enmudecido y todo termine”, la colisión es expresada en un enceguecedor instante de blancura (97).
Como decía, en cada una de estas doce subpartes, Szendy se detiene en una operación formal que prepararía el camino para la emergencia de la blancura de la imagen del apocalipsis: la cuenta regresiva, el congelamiento, la aceleración y la ralentización, el fundido, el travelling frenético, la pirotecnia, el rebobinado, el envolvimiento burbujeante, por nombrar algunas. Pero lo hace, como él mismo explicita, leyéndolas en dos planos distintos pero complementarios. El primero sería el de la narración, en la medida en que son todos filmes que traman a su manera el fin del mundo (por explosión de una bomba, por una catástrofe global, por la colisión de un planeta, por una mutación bioquímica, etc.). Y, el segundo, más determinante para formular la alternativa filosófica en cuestión, sería el propiamente cinematográfico, pues cada una se desempeña en el lenguaje audiovisual. Szendy articula ambos planos en una pregunta que es el punto nodal del libro: “¿se trata -en estos filmes- de asistir al espectáculo de un cine que, al narrar el fin de mundo, intenta comprenderse a sí mismo, como el cine que es?” (142).
En ese sentido, hay al menos tres gestos de Szendy que muestran su intento por darle profundidad a la formulación de dicha pregunta. El primero es la inversión expresada en el título del libro, esto es, transitar del cine apocalíptico (en tanto género) al “apocalipsis-cine” para indicar que estas operaciones formales darían cuenta de un principio general del cine: “cada final de cada filme (por no hablar del final de una serie…) es sin duda el final de un mundo. Y en ese sentido, el cine, después de todo, es quizás, cada vez única, el apocalipsis” (72). En otras palabras, lo que mostrarían los filmes citados es la paradoja de que la potencia del lenguaje cinematográfico en general se hallaría en su fin entendido como aquel momento en el que se aniquila a sí mismo, cuestión a la que le da espesor en el posfacio. El segundo es el gesto de conjunción, esto es, unir la voz “cine” con otras (cinepotlach, cinecatástrofe, cineburbuja, ciudadcine, cinemundo, cinerupción, cineceniza, etc.) para enfatizar en el hecho de que “el fin del mundo tendrá lugar en el cine” (59), y, por tanto, que la pregunta madre, es decir, si es posible pensar una imagen después pero más acá del fin, encuentra tierra fértil en el campo abierto por el lenguaje cinematográfico. Y, por último, el gesto de citar únicamente filmes convencionales que convierten, citando a Deleuze, el apocalipsis en un gran espectáculo, en una inmensa máquina, en una organización ya industrial (nota al pie 58, 133). Con lo que radicaliza su tesis al mostrar que incluso en “el corazón mismo del mainstream más predecible” (48) anida la antedicha potencia del lenguaje cinematográfico.
Una de las interrogantes que surge al atravesar este primer momento es si es que la potencia del cine solo puede ser mostrada negativamente en la medida en que la mayoría de las operaciones inventariadas por Szendy adoptan la estructura de la alegoría, cuya fórmula es “dice una cosa y significa otra”, como si la significación en el lenguaje cinematográfico asumiera la forma de una indirecta. Y aquí, quizás, convenga convocar justamente películas que no son propiamente mainstream como, por ejemplo, El caballo de Turín (2011, mismo año que el estreno de Melancolía) de Bela Tarr, quien además tiene una suerte de sociedad con el húngaro al que otorgaron el Nobel. Filme que, se podría decir, es afirmativamente apocalíptico en el sentido en que lo lee Jacques Rancière: “El tiempo después del final no es el de la razón recobrada ni el del desastre esperado. Es el tiempo después de las historias, el tiempo en que uno se interesa directamente en la materia sensible con la que tallan sus atajos entre un fin proyectado y un fin acaecido. No es el tiempo en que se hacen bellas frases o bellos planos para compensar el vacío de toda expectativa. Es el tiempo en el que uno se interesa por la espera en sí misma” (Bèla Tarr. Después del final, 67-68).
Noche universal: historia fílmica de la ceniza
Después de la explosión surge la oscuridad total, el silencio ensordecedor, la ausencia absoluta de luz. En el posfacio -es decir, en el segundo momento del libro- Szendy transita de la imagen coral que intenta, por pliegues, construir en el cuerpo del texto al punto nodal después de terminado: insisto, a la posibilidad de pensar una imagen después pero más acá del fin. La blancura enceguecedora del apocalipsis ceda ante la negritud muda del después de la aniquilación o la abolición total. Recordemos que ya decía que Melancolía es la expresión prístina del apocalipsis-cine porque la imagen del blanco destello de la colisión es fundida en un negro total sin créditos que lo interrumpan. Y, entonces, la pregunta es qué sigue después de la aniquilación, o, mejor dicho, cómo leer la imagen que se produce cuando la cámara, a pesar de todo, “persiste en filmar y seguir filmando donde no hay nada ni nadie que ver en la pantalla” (34).
Szendy nos dirá: solo quedan cenizas, cenizas que contienen “lo real que se aleja de sí mismo para hacer una imagen” (163). Y es en la figura de la ceniza donde, al fin, se sintetizaría la potencia del cine en general, su principio gravitante, su estructura interna: con ese negro que es, al fin de cuentas una imagen, el cine no sólo resiste a las historias del fin del mundo que narran sus filmes, sino que se opone al vacío, a la nada, a la ausencia a partir “del fin de todo filme” (142), mostrando que su expresividad no se juega ya en el terreno de la significación que, dicha sea de paso, vuelve impotente cualquier palabra, sobre todo cuando ya no hay quien la pronuncie. Desde allí Szendy da un paso más allá al abrir la posibilidad de retornar a la raíz misma de la voz “cine” para hacer coexistir en ella el latín cinis (ceniza) y el griego kinema (movimiento), convirtiéndolo así en un verbo sensible (¿al principio era el verbo?): lo que hace el fin de todo filme es “cineficar”, es decir, poner en movimiento y reducirlo a cenizas (91 y 157). Lo crucial es que, más que un juego de palabras, este incendiario nuevo origen sería el núcleo que habilita a concebir el cine como aquel lenguaje que escapa a la fijeza de toda codificación y, por tanto, el campo desde el cual se puede pensar más allá de la catástrofe operada por la palabra “fin”. Este libro, así, sienta las bases para hilvanar lo que el mismo Szendy llama, al pasar, una “historia fílmica de la ceniza” (156).
En lo anterior reverbera -y aquí entra en la lectura, de contrabando, una de mis obsesiones- Las cenizas de Gramsci, poema escrito por Pier Paolo Pasolini entre 1955 y 1956, en el que escribe “Pero como yo poseo la historia/la historia me posee a mí, por ella/me siento iluminado:/ pero, ¿para qué sirve la luz?”. Con la formulación de esta pregunta, Pasolini declara la caducidad de la historia constituida por el régimen de la luz y, por tanto, reduce la imagen solar y monumental de Gramsci a cenizas (véase, entre nosotras, a Las artes del retrato de Miguel Valderrama). Tras lo cual, y este es el punto de conexión con Szendy, Pasolini comienza a experimentar en el lenguaje cinematográfico en el entendido que es una forma expresiva que muestra aquella dimensión de la realidad que se resiste a cualquier codificación, incluida la operada por la historia y por la palabra poética. O, más precisamente, una lengua que, por medio del montaje, realiza prácticamente lo que la muerte sobre la vida al ensamblar fragmentos de duración discreta que hacen posible ver lo que en vivo es imperceptible, o humanamente imposible de aprehender.
A propósito de esta analogía pasoliniana entre el filme y la muerte, en algunos pasajes de este libro aparece la posibilidad de identificar el fin de todo filme con la muerte, dotando así de carne la hipótesis meramente conceptual de Pasolini. De hecho, Szendy cita a Benjamin cuando, convocando esa creencia popular según el cual al moribundo se le presenta su vida entera ante los ojos, se pregunta “si la muerte de todo ser vivo no es cada vez un fin del mundo” (77). O a Derrida cuando sostiene que el cine “nos habla de la muerte” (152), y que “la muerte proclama cada vez el final del mundo en su totalidad” (102). Estos débiles destellos, que terminan por ser aplacados por el hecho monumental de la noche universal, fijaron en mi mente esa imagen de la persona que, al morir, le cierran los ojos, acompañada de la frase del recientemente fallecido Bitomsky, “no-ver es lo más cercano a la muerte” (Das Kino und der Tod, 1988). La única manera que tengo de explicarme esa intromisión en medio de la lectura de este libro es imponerme la tarea de esbozar, ya no la historia fílmica de la ceniza, sino la historia fílmica de la muerte entendida como punto cero de la vida, en el que lo vivo se hace lenguaje y el lenguaje se vitaliza.